27
May
2016
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El Yoga que se merecen nuestros niños

El yoga que merecen nuestros niños
Cada vez es más habitual que tanto en colegios como en AMPAs se aborde el tema del yoga para niños relacionado con prácticas de meditación a fin de conseguir que los niños aprendan a relajarse. Pero ¿es este el modo adecuado de enseñar el yoga a los menores?, cuestiona en este artículo Luisa Cuerda.
yoga ninos

Mientras tanto, en el yoga para adultos suele ponerse el acento en la flexibilidad, la fuerza y ese “sentirse bien” que proporciona āsana, lo que dibuja un panorama de cincuentones sudando y niños de primaria aburriéndose muchísimo.

Como siempre, hay que preguntarse qué entienden por yoga quienes lo proponen como actividad extraescolar o curricular, en un totum revolutum, con la meditación vipassana-mindfullness o con técnicas de crecimiento personal con nombre y apellidos de la persona que las vende. Y también qué pretenden con su iniciativa.

Comencemos por señalar la curiosa propensión a meditar por el sistema vipassana que existe entre los practicantes de yoga occidentales. Una costumbre sorprendente, que podríamos rastrear en la mezcolanza que hubo en los años sesenta del pasado siglo entre yoga, budismo, hippies y sectas orientalizantes, como resultado de la fascinación por lo exótico y la audacia con la que quienes volvían de sus viajes a India pontificaban sobre lo que apenas habían comenzado a entender. Sin embargo, la meditación vipassana nació y se desarrolló en el budismo theravāda y, por tanto, entre practicantes acostumbrados a formas y conceptos que a los occidentales nos resultan difíciles de comprender e interiorizar. El resultado, muchas veces, es un sincretismo poco eficaz entre las formas orientales heredadas y una mentalidad consumista que quiere lograr metas y las quiere ya.

El Yogasūtra de Patañjali tiene, sin embargo, una vocación pedagógica universal que permite a cualquiera acercarse a él sin demasiados filtros. La meditación que propone es poco conocida y practicada, por lo que antes de continuar, vamos a hacer un breve repaso de la misma.

La meditación propuesta por Patañjali en sus ocho miembros es un entrenamiento encuadrado en un proceso impecable e infalible que comienza con el trabajo de āsana y acaba en la triada dhāranā-dhyāna-samādhi, que es lo que suele conocerse como “meditación” y cuyo fruto es la claridad mental y la libertad de nuestro espíritu. De esta forma, la función de āsana es la de preparar prāṇāyāma, y la de prāṇāyāma preparar pratyāhāra, el dominio de los sentidos (es decir, de las distracciones que nos entran por la vista, oído, olfato, gusto, tacto y procesos mentales/emocionales), conseguido el cual y no antes, la mente está en condiciones de ser dirigida (dhāranā) hacia un objeto elegido por nuestro profesor o por nosotros mismos. Ese objeto (concepto que entenderemos mejor si lo llamamos ‘tema de meditación’) debe ser positivo, en el sentido de que nos eleve y nos proporcione algo de lo que carecemos. No estamos hablando de belleza, de poder o de riqueza. Ni siquiera de salud. No estamos hablando de rezar, pedir o desear un sueño. Estamos hablando de utilizar toda la atención mental que hemos sido capaces de conseguir con la práctica de āsana y de prāṇāyāma para pensar en algo que elimine de nosotros esos patrones de conducta que surgen, queramos o no, o esas reacciones automáticas que nos recuerdan hasta qué punto somos esclavos de recuerdos, educación, genética, prejuicios.

‘El objeto’ en la meditación
Ese “algo”, ese tema de meditación que en yoga se traduce como ‘el objeto’ puede ser una cualidad abstracta, como por ejemplo la tolerancia o la sobriedad, puede ser también la grandeza o el amor de Dios, si somos creyentes, o el ejemplo de un ser humano al que admiremos. O puede ser un rostro, un comportamiento de alguien, una imagen que nos inspire. Algo absolutamente personal e intransferible sobre lo que comenzaremos a dirigir nuestra atención y nuestra habitual charla mental hasta que la palabra con la que se le define, los recuerdos y emociones que hemos asociado a ese objeto, los colores, sabores, olores que parecían definirlo, se vayan disolviendo y nos quede la esencia, eso que no podemos describir pero que se instala en nuestro espíritu, de modo que con el paso de los días vamos adquiriendo un poquito más de ello (en nuestro ejemplo, de tolerancia o sobriedad, de amor o grandeza divinas, de un comportamiento noble). Ese proceso de interacción entre nosotros y el objeto, ese quedarnos con un poco de su esencia es dhyāna.

Cuando el proceso se continúa día a día, llega un momento en el que, mientras practicamos la meditación, la mente se vacía de todo menos de ese objeto desnudo ya de conceptos. Es como si la mente, arrobada, no siguiera con su habitual cháchara, sino que fuera solo el receptáculo del objeto. Eso se conoce como samādhi, la plena integración. No es una meta sino una herramienta. Y tiene como fruto la eliminación de todos los patrones erróneos de pensamiento y conducta de la persona que practica. Da igual cuál sea el objeto, si este es adecuado. Por una vía o por otra, es decir, por un objeto o por otro, se llega al mismo lugar: una claridad mental extraordinaria, que redunda en una conducta impecable, es decir, en unas acciones que ya no atraen consecuencias negativas ni a nosotros mismos ni a nuestro entorno.

Esa es la meta: la libertad de nuestro espíritu para poder expandir su luz a nuestra mente sin velos (de miedos, odios, deseos, costumbres) que la opaquen. Por eso, el modo que se propone no consiste en luchar desaforadamente con nuestra mente durante 45 minutos. En la práctica diaria, luego del prāṇāyāma ayudado, si se desea, de mantra-s o de mudra-s que nos preparen, existe un periodo de reflexión de unos cinco o diez minutos; porque somos realistas, y no estamos intentando realizar una hazaña (lo que a veces refuerza nuestro ego más que cualquier otra cosa), sino aprender humildemente y con gratitud el manejo de una herramienta.

No existe un esquema de progresión en el tiempo; es decir, no se trata de que cada día estemos más tiempo manteniendo la atención. Porque lo que tratamos de hacer, precisamente, es trascender el tiempo, no gastarlo. Si el objeto nos absorbe, el tiempo del reloj podrá ser mayor de diez minutos. O menor. No importa, porque el tiempo del reloj deja de existir para la persona que está en integración. Y por eso, no es una cosa que esa persona logra a base de voluntad, sino que le sucede de forma misteriosa cuando practica con la intención puesta en la excelencia del ‘cómo’, no en el logro del ‘qué’. Es el paso a otra dimensión, definida por Patañjali como ‘caturtha’, el ‘cuarto estado’. Lo único que nosotros podemos hacer por nosotros mismos es llegar con nuestro trabajo a las puertas de esa dimensión y estar preparados cuando se abran, no como el que llega a un paraíso prometido por una religión o por un coacher, sino como quien ha adquirido una habilidad que le ayudará a liberar su alma.

¿Sirve realmente el yoga a los niños?
Una vez explicada qué es la meditación en yoga y para qué se usa, volvamos a echar una mirada a lo que se pretende hacer con los niños. Es evidente que la mente de un niño no tiene la madurez funcional necesaria para meditar tal y como hemos explicado (ni, probablemente, de ninguna otra manera). Puede, eso sí, hacer lo que le dicen. Imitar. Quedarse quietecito en sukhāsana, con los ojos cerrados y apretados (para mostrar su interés) y las manos en chin mudra. Excepto por la postura, es lo que hacía yo misma hace cincuenta años cuando las monjas de mi colegio me ponían a rezar en la capilla. De rodillas y con las manos juntas y los ojos cerrados y apretados, repetía unas oraciones que me venían grandes y me veía invadida de emociones sentimentales causadas por el olor del incienso y las velas. Ni a mí ni a mis compañeras nos sirvieron de mucho esos momentos, por otra parte entrañables, para tomar una conciencia real y no emotiva de nuestra esencia. Eso llegó, cuando llegó o si llegó, mucho después y por otras vías más adecuadas.

La consecuencia inmediata de nuestras prácticas fue la implantación de unas creencias y un sistema de valores que tal vez fue la delicia de nuestros mayores pero que en muchos casos enturbió no poco, en años posteriores, nuestra aspiración al espíritu. Me atrevo a asegurar que tampoco les servirá de mucho su práctica a estos inocentes que, con siete años, se sientan a “observar su respiración y a distanciarse de sus pensamientos”, (¿podemos imaginarlo?) porque la moda educativa ahora va por ahí.

¿Sirve, entonces, el yoga, para beneficiar realmente y a largo plazo a los niños más allá de una moda pedagógica más? Por supuesto. El yoga consigue de manera rápida y eficaz que los niños mejoren su concentración y gestionen sus emociones, incluso en el caso de nuestros niños neurotizados por la sociedad que les hemos legado. Pero hay que usar las herramientas adecuadas a la edad, y ni la concentración ni la regulación de la respiración sirven en una criatura de primaria, si por servir se entiende un resultado interiorizado que trabaje a largo plazo a favor de su desarrollo integral, y por tanto de su felicidad.

El yoga que se ha practicado en India desde hace miles de años, que se aprendía en casa y que comenzaba a los cinco años tiene perfectamente estructurado el proceso de la práctica durante toda la vida humana. De los cinco a los doce años los niños, que no tienen por qué estar relajados, sino alerta y felices, practican posturas de yoga desde muy simples a progresivamente más exigentes que les hacen aumentar la flexibilidad, la fuerza, la resistencia, y les ayudan a perder el miedo a los pequeños desafíos del equilibrio, a conocerse y aceptar su lugar dentro de un grupo sin competitividad alguna, sino con deseo de superación. No realizan en absoluto prāṇāyāma sino que aprenden, sin darse cuenta, a adecuar la respiración a la postura.

El yoga va formando parte de su vida cotidiana de una manera ligera y natural. Se llama a este paso en la práctica sṛsti krama, que significa ‘construcción’. En él, es fundamental iniciar a los niños a los dos primeros miembros del yoga, tan desconocidos en general, yama y niyama, las actitudes hacia los demás y hacia nosotros mismos. Hay muchas formas de hacerlo: ayudar a los menos fuertes o a los más torpones; combinar las habilidades para conseguir algo en común; relativizar las propias habilidades y ponerlas al servicio de los demás; proceder con exquisito respeto hacia la sala, el profesor, los demás alumnos; cuidar y guardar adecuadamente el material; mantener la disciplina durante la práctica; tomarse en serio lo que se hace… También se pueden leer cuentos o establecer pequeños debates a fin de que los pequeños tomen poco a poco conciencia de la influencia que tienen sus acciones. No se trata de imponer un código de conducta sino de hacer ver a dónde llevan unas y otras actitudes.

A partir de la adolescencia y en la primera juventud (hasta los veinticinco años más o menos), se acentúa la atención en las posturas, que ya comienzan a ser āsana, es decir, posturas con el esfuerzo adecuado (prayatna), la estabilidad (saithilia) y la atención (ananta samāpathi) que exige el sūtra II.47. Este nuevo paso en la práctica tiene el nombre de śikśana krama, es decir, ‘perfección’, ya que el trabajo realizado desde la infancia les permite experimentar la alegría y el poder de un cuerpo bien formado y de una mente atenta. Es entonces cuando se comienza a practicar prāṇāyāma para entrenar el dominio de las distracciones, prepararse para meditar y dar un sentido a la potencia de la juventud.

Si en nuestra sociedad los adolescentes no han hecho yoga desde niños, se deberá renunciar a determinadas posturas acrobáticas por más que les gusten, e iniciarles, después de una secuencia de āsana progresivamente exigente, al prāṇāyāma. También se deberá trabajar yama-niyama de un modo adecuado a su edad. El hecho de reflexionar sobre las consecuencias de posibles actitudes consideradas “normales” o incluso deseables en sociedad y cuestionarse estas actitudes les ayudará a dotarse de una moral autónoma.

A partir de los veinticinco años comienza la edad más larga de la vida, la edad adulta, que llega hasta lo que nosotros llamamos tercera edad (en los antiguos tiempos, eran los cincuenta o cincuenta y cinco años). Un paso en la práctica que se llama raksana krama o ‘protección’ Es el momento de poner énfasis en el prāṇāyāma, y entrenar la capacidad de dirigir la mente y concentrarla para afrontar los desafíos de la vida activa. El espacio de āsana, en estos años, no es más que la preparación para la práctica del prāṇāyāma, que nos llevará a la meditación, ya que esta es una edad en la que se está preparado para comprenderla y abordarla.

Por último, de los cincuenta o sesenta años en adelante, el yoga se inclina definitivamente hacia la meditación. Es el momento de recapacitar y volver los ojos al interior. Este paso en la práctica recibe el nombre de adhyātmika krama o ‘interiorización’. Sólo añadir, para completar todo el ciclo, que a lo largo de todo el proceso, se prevé que el practicante caiga enfermo, para lo que existe otro paso el cikitsa krama, ‘tratamiento’, que se practicará hasta que vuelva la salud, incorporándose de nuevo el practicante a la práctica que es adecuada para él.

Este es el yoga adecuado a las etapas de la vida tal y como se enseña en la tradición. No se trata de un dogma (debes hacer yoga así) sino de un proceso probado experimentalmente (si lo que quieres es llegar a un estado de yoga, te garantizo que de esta manera lo conseguirás). Y está ahí para ser experimentado por nosotros cuando queramos comprobar su validez. El estado de yoga no es una meta imposible ni el camino del yoga una serie de prácticas exóticas y esotéricas. Es una técnica inteligente y compasiva que nos lleva a cumplir, poco a poco y con seguridad, la aspiración de felicidad que todos y cada uno de nosotros llevamos inscrita en nuestros corazones. Nuestros niños, a quienes tenemos la obligación de señalar el camino hacia la libertad, se merecen que se la enseñemos adecuadamente.

 Luisa Cuerda

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