18
Mar
2016
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Vivir sin cabeza

La cabeza es una de las partes del ser humano más importantes y significativas. Mejor diremos que es esencial. Pues ¿qué es un individuo sin cabeza? Pero siendo esto así, encontramos numerosas referencias sobre la testuz humana con sentidos que invitan a la reflexión.

Tan dados como somos los seres humanos a categorizar y disgregar, hemos hecho dos de la unidad humana: cabeza y cuerpo. La primera, sede del cartesiano pensar y existir, corresponde al sistema senso-intelectual. Es decir, a los sentidos y a la función cognitiva junto con el sentido de yoidad. El cuerpo, a su vez, se ha convertido a lo largo de la historia en objeto intrincado de la moral judeocristiana, y en los últimos tiempos ha devenido en contenido omnipresente del mercado publicitario.

Cuerpo y cabeza son, asimismo, compartimentados en campos diferenciados por la medicina mental y la del cuerpo. Cuando decimos coloquialmente que alguien «ha perdido la cabeza», le atribuimos el sentido de que no está en su sano juicio, añadiéndole, además, un sentido social por el que consideramos que se ha deslizado del mundo de la llamada normalidad. Un hecho que hace que se ponga en marcha todo un conjunto de mecanismos: agentes sanitarios, fármacos y artefactos, que tienen como finalidad la recuperación de la salud mental o el regreso del individuo a lo que se considera la realidad normada.

La cabeza, lugar en el que situamos la mente, es decir, el pensamiento, la memoria, la emoción y la razón, es el epicentro de la identidad individual, pues cómo reconocer si no al otro a no ser a través de esa parte de la cabeza que es el rostro. Ese significante o forma física que nos dota del significado constituyendo un medio para acercarnos e interaccionar con el enigmático mundo humano. Pero hay veces que tal identidad empírica nos puede colocar en una encrucijada sin respuesta. Tal es el caso del relato hindú, recogido, a su vez, por T. Mann en la Montaña mágica. En aquel se narra la visita de agradecimiento y devoción de dos hermanos y la pareja de uno de ellos a Kali. El resultado es la autodecapitación de los dos hermanos como ofrenda amorosa ante la divinidad venerada. La petición de la mujer de otorgarles de nuevo la vida a ambos es atendida por la diosa. Pero cuando aquella se apresura a colocar las cabezas en los respectivos cuerpos, se confunde intercambiándolas, y coloca la cabeza del esposo al cuñado y viceversa. Nos podemos preguntar quién es quién sin llegar nunca a una respuesta cerrada, pues ambos, de un modo u otro se comparten entre si. De la misma manera tampoco resulta fácil elección cuando una criatura humana ha nacido con dos cabezas y debe decidir cuál de ellas dos eliminar, pues en el fondo siempre hay algo o alguien a quien sacrificar en favor del otro.

La cabeza ejerce una fuerza irresistible. Icono de la inteligencia y la identidad, se valora como el continente de la percepción más alta de la existencia que actualmente posee el ser humano sobre el resto de los seres vivos. Esto lo ilustra el uso del cráneo de un pianista judío-polaco en la representación teatral, quien quiso que una vez muerto, el suyo fuera utilizado para tal fin. Así se hizo en varias ocasiones representando la obra de «Hamlet». Pero finalmente se desistió de tal curioso uso, pues el actor no podía dejar de pensar en el dueño del cráneo.

Hemos dotado a la cabeza, en definitiva de un valor superior al cuerpo. Sin embargo, nos servimos del título del libro «Vivir sin cabeza» de D. Harding, para señalar la posibilidad de adentrarse en una percepción connatural, más amplia. Y la primera frontera que nos encontramos para llegar a una cognición más abierta, son dos formas habituales de percepción. Partícipes de una forma de conocer automatizada, que impiden ir más allá de los límites que marcan, hablamos de las creencias y los hábitos. Dos formas de cognición que conforman una parte sustancial de la que se nutre la psique humana.

Una creencia es un patrón mental, una ficción retroactiva inventada por alguien en el trascurso de la historia. Ciertamente una creencia satisface en tanto te protege de la ausencia del significado, de la intemperie de la desnuda nada. A cambio, más allá del ámbito racional, uno se entrega a la creencia con todas sus consecuencias. Hay veces que las creencias se estructuran como doctrinas, tradiciones… Lo cierto es que llegamos a tal arraigo que uno acaba siendo uno con ellas. En realidad uno puede quedar atrapado por ellas, de tal manera que se convierte en certidumbre e incluso en dogma. Y así nos encontramos que el individuo acaba autodefiniéndose en base a ellas, y se es católico, ateo, de derechas, izquierdas…

El hábito, a su vez, impide el asombro ante la belleza. Y uno entonces no se extraña ni sorprende de nada y ante nada, pues las reacciones y los acontecimientos vividos se conforman mediante la costumbre de aquel. El hábito elabora un tipo de realidad donde la frescura del momento se pierde. Producto del distraído estar o hacer ante lo que acontece, es movimiento de ensoñación repetitivo. Intervalo rutinario, constructor de realidad cercada y finita. El hábito es una superposición, un añadido que reitera algo que aconteció y que ha sido suplido por el automatismo y la memoria, junto con la muerte de la viveza de ese momento presencial. Intentamos crear un mundo nuevo, pero su fabricación es seriada debido a los aprendizajes desgastados de la repetición. Desacostumbrados como estamos al silencio mental, y anegados por el martilleo del pensamiento, este se puede convertir en una obsesión. Y el acto repetitivo en un hábito. Entonces es cuando, a menudo, la cabeza se convierte en sede del sufrimiento (inquietud, preocupación, disociación, alucinaciones…). Y quien así se ve afectado desea que esta cese, esto es, que desaparezcan esas producciones suyas. Desea descansar su cabeza. ¿Es por esa razón que Joannes de Bargota separaba su cabeza del cuerpo cuando se acostaba para dormir?

Educados para conformarnos en un haz de hábitos de conducta, nos constituimos de esta manera en seres más predecibles y por lo tanto más controlables. Cuando el hábito te habita, te arrastra realmente y tu relación con el mundo deja de ser novedosa, pues únicamente puedes oír mediante el cedazo de tus pensamientos cuando escuchas, ver al otro a través de tu imagen mediatizada o tocar lo que fantaseas y no la textura de las cosas. Sin embargo, nos podemos plantear ir más allá de esas fronteras a fin de encontrarse, entonces, en un universo diferente. Nos referimos a dejar de sobredimensionar la identidad individual, la potestad del pensamiento, del hábito y la creencia, para dar paso a otras formas de percepción. Salirse de la cabeza, es decir, traspasar el límite instintivo y los límites de lo racional, e ir más allá de ese término final del sujeto pensante.

El medio para ello que proponemos consiste en servirnos de la intuición. Esta facultad humana y, por consiguiente, accesible a todos (si bien en distinta medida como ocurre con el resto de las facultades), permanece en estado latente, silenciosa por silenciada, en la mayoría de las gentes de nuestra cultura. La razón es simple ya que hasta hace poco se la ha minusvalorado y ha sido considerada, erróneamente, como una cualidad femenina. Pues cualquier individuo puede abrirse a esta forma de conocimiento, y tener acceso al umbral que anuncia la ruptura de la percepción limitada del yo. Allí en donde ni el tiempo psicológico ni su durabilidad se reanudan. En un no-lugar en el que surge, fuera de lo consensuado, la certeza del saber.

La intuición despojada de la memoria y del porvenir, no pertenece a la búsqueda voluntariosa ni al inestable universo de los deseos. Más bien implica un permitirse, una apertura a la expresión certera de algo. Es un movimiento de encuentro y fusión, el aliento de una inspiración no-personal. Un impulso resuelto que luego tomará la forma de reacción o decisión. Como el suave galope de caballos en el mar que se torna en nuevo canto. Así, la intuición encarna la belleza de una cognición no manipulada.
Aitxus Iñarra
Doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación

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