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Jun
2016
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Yoga con Pelota Anatómica

En la práctica del Yoga, una de las cosas esenciales es un equilibrio entre sthira-sukha, esto es, entre la firmeza y el abandono, lo que marca una cualidad de sensibilidad y atención extraordinario y evita, de paso, el riesgo de lesión. Hacemos Yoga siempre desde una escucha profunda que nos permite percibir con claridad el límite, el nuestro, y poderlo acompañar amorosamente para que se vaya haciendo cada vez más silencioso.

A todo esto lo llamamos AUTORREGULACIÓN, una manera de hacer prudente y respetuosa con el propio cuerpo. Acercarnos a la postura progresivamente, por etapas, buscando la intensidad adecuada. A veces, haciendo una variante de la postura de referencia, otras aflojando la tensión de las piernas o los brazos, de la misma manera que el cocinero añade algo más de sal o de agua para encontrar el punto justo de sabor.

Esta autorregulación también la podemos hacer con elementos externos. Una silla puede facilitarnos mantener la vertical adecuada, una cinta, sujetarnos de los pies a los que no llegamos. La pared, por otro lado, puede permitirnos un abordaje a posturas invertidas con más seguridad; el cojín adoptar una posición más estable que permita ampliar la respiración con menos esfuerzo. Y así, con infinidad de elementos que podemos tener a nuestro alcance.

La pelota anatómica es un gran elementos que nos permite trabajar las posturas, muchas de ellas en descarga. Podernos abrazar a ella para relajarnos; dejarnos caer de espaldas para soltar la tensión posterior; rodar sobre ella para tonificar brazos y glúteos, un sinfín de posibilidades.

Utilizar diferentes elementos en la práctica de âsana no implica perder un ápice de la concentración, sensibilidad y presencia que aplicamos habitualmente. Un medio es sólo eso, un puente que nos facilita acercarnos a nuestro objetivo, sin caer en un exceso de tecnicismo ni en una banalización de la práctica. La técnica en su justa medida como cuando utilizamos una cuchara para comer la sopa, hasta el punto que la cuchara se vuelve invisible y sólo queda el sabor cálido y aromático en la boca.

Por Julián Peragón

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