18
Sep
2015
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La religión como cinta transportadora

La diversidad de religiones en el mundo es un tema amplio, complejo y problemático que, como Ken Wilber nos recuerda en “Espiritualidad Integral”, no va a pasar.

Las religiones están aquí y van quedarse, cumplen con muchas y muy valiosas funciones y nada las puede substituir. El propósito primordial de todas ellas es acelerar el proceso de crecimiento de la conciencia en la línea de desarrollo propiamente espiritual y esa función es fundamental. Pero el hecho de que ese proceso discurra por muy diversos caminos genera problemas graves y aparentemente irresolubles. De ahí que la propuesta de Wilber al respecto resulte tan inspiradora como esperanzadora. Hagamos de las religiones, dice, una cinta transportadora que nos conduzca de una estación de vida a otra, de un nivel de conciencia a otro superior.

En esta ponencia, voy a tratar esa idea pero con una determinada intención: desearía que mis palabras resonaran en los oyentes como las palabras de Wilber resuenan en mí. Además de aportarme una mejor comprensión de los conflictos que tienen lugar ahí fuera, me invitan a reconocer mis puntos ciegos y me obligan a cuestionar mi mundo interior. Y es esa implicación personal la que desearía que esta ponencia despertara en vosotros.

Si cada uno de nosotros nos ocupamos de acelerar el ritmo de crecimiento en la línea del conocimiento espiritual podríamos intervenir de manera más efectiva en las guerras que tienen lugar entre la mentalidad moderna y la mentalidad tradicional y entre las distintas religiones que hay en el mundo.

Para establecer un lenguaje común que permita a las personas que no estén familiarizadas con la terminología de Wilber seguir más fácilmente mi discurso, voy a empezar con una cita relativamente extensa de Kirpal Singh, fundador en 1957 de la Confraternidad Mundial de las Religiones. Kirpal, que se expresa de manera asequible y expone ideas afines a las de Wilber, dice:
“Con el despertar en el hombre de la primera chispa de la Divinidad, el Poder que todo lo controla y sustenta, desarrolló la conciencia de un principio que es la vida y el alma del Universo. Esto condujo gradualmente a la fundación de diferentes religiones, cada una según el discernimiento y la percepción interna de su fundador, según las necesidades de la época y de la gente, el nivel de entendimiento del grupo racial y de la capacidad de aceptar y digerir las enseñanzas de los Maestros.

Las enseñanzas de los maestros siempre están dirigidas a la elevación material, social, moral, mental y espiritual de las multitudes. Todas las religiones han surgido de los motivos más nobles del ser humano, pero sus dirigentes son el producto de una época así como de las condiciones que crean para el mejoramiento de las masas entre quienes predican. Siendo este el caso, no es impropio decir que para la gran mayoría de la gente, las enseñanzas acaban formando lo que se puede calificar de religiones sociales, esto es, códigos de preceptos morales cuya función es ayudar a que los hombre vivan menos angustiados, sean menos agresivos los unos con los otros y encuentren en sus vidas consuelo y paz.

Todos los pensamientos proceden de la mente pero, en el caso de los instructores del mundo, sus pensamientos tienen origen en la vida del espíritu que los anima y muy pocos hombres pueden elevarse al nivel de ellos y obtener los auténticos beneficios de sus enseñanzas. Sólo unos cuantos elegidos pueden seguir la práctica central y experimentar por sí mismos la verdad que encierra. Las masas, en cambio, reciben sólo los aspectos teóricos en forma de parábolas o mitos, cuya función es capacitarlos para que, con el paso del tiempo, desarrollen las capacidades para comprender el verdadero significado de las palabras.

Así, cuando uno escudriña el fondo de las religiones se perciben vislumbres de la realidad, pero no su esencia ya que no hemos desarrollado ojos como los que tenían sus fundadores. Para el hombre común la religión se mantiene sólo como teoría, una teoría razonada para mejorar la suerte en la vida y hacer del hombre un mejor miembro del orden social al que pertenece.

Pero si vamos un paso adelante llegamos a otro plano, al plano de las virtudes morales, que también tiene diferentes niveles, como son los ritos, austeridades, caridades, encantamientos y etc., que sirven para amansar y reconciliar fuerzas enfrentadas, para invocar potencias benévolas y proporcionar ayuda en tiempos de necesidad. Por delante aún, están los yoguis, los místicos, los versados en el arte de la unión del alma individual con dios. En la cúspide de la jerarquía están los hombres-dios, los maestros iluminados que no sólo hablan del espíritu sino que lo hacen manifiesto.

Se debe decir que su religión es la única verdadera, que sólo ellos son realmente religiosos, etimológica y prácticamente hablando pues sólo ellos han realizado plenamente la verdad y están capacitados para ayudar a los hombres a realizar la unión perfecta con el creador. Las enseñanzas de los maestros no forman una religión institucional como comúnmente se cree, se trata más bien de una ciencia metódica, de la ciencia del alma. Quien quiera que practique esa ciencia recibirá las mismos beneficios y llegará a las mismas conclusiones sin que para ello importe la religión social o la iglesia –anglicana o católica, hinduista o budista, islámica o judía, a la que rinda culto.

La ciencia del alma es el núcleo y esencia de todas las religiones; el fundamento sobre el cual todas las religiones descansan”.

En estos breves párrafos, Kirpal Singh se refiere tanto a la esencia como a los diversos propósitos que cumplen las religiones en función de los distintos niveles evolutivos en que se encuentran. Todas ellas surgen de lo más noble del ser humano y aspiran a una misma meta, son inherentes a la naturaleza humana y siempre van existir. Saber que la chispa divina que las origina -el impulso evolutivo, como lo llama Andrew Cohen- nos seguirá impulsando, lo queramos o no, en la persecución de ese noble ideal, son, sin duda, buenas noticias. Pero como Kirpal nos recuerda, las enseñanzas iluminadas que han impartido los grandes maestros han sido y serán siempre inevitablemente interpretadas –y transmitidas- según la capacidad de comprensión de sus seguidores, seres humanos que suelen estar muy lejos del nivel de desarrollo del fundador de esa religión. Hombres y mujeres de buena voluntad y loables aspiraciones pero condicionados por una época, una cultura y un orden político y social. Y en ese sentido podríamos decir que el carácter inevitable de las religiones en el mundo también son malas noticias, ya que las verdades que vehiculan siempre estarán a merced de los receptores de esas enseñanzas.
Por un lado, son las encargadas de instruirnos en la ciencia del alma pero, por otro, esas mismas instrucciones, según se interpreten, darán lugar a posturas rígidas e intransigentes que a su vez generan una violencia terrible, “satánica” podríamos decir, ya que las “guerras santas” están, como su nombre indica, absolutamente justificadas por un inapelable dogma espiritual.

Hoy, como todo a lo largo de la historia de la humanidad, los conflictos más cruentos entre personas siguen teniendo lugar en el nombre de algún dios. Y todos desearíamos acabar con esas actitudes religiosas ciegas y dogmáticas que asolan aun el mundo y que siempre lo asolarán por el simple hecho de que todos nacemos en el primer nivel, es decir, siempre habrá niños en el mundo y siempre habrá millones de seres humanos en niveles de conciencia arcaicos, mágicos y míticos, niveles que como bien sabemos, pues los hemos transitado, se caracterizan por el egocentrismo y el afán de poder, por una mentalidad convencional y conformista y una visión del mundo etnocéntrica y beligerante. Y podríamos decir que esa mentalidad, la de un niño de 7 años, es la que hoy conforma lo que Kirpal llama el hombre-común. La pirámide evolutiva siempre será más amplia en la base que en la cúspide; la evolución procede creando niveles cada vez más profundos y menos amplios de modo que siempre habrá mas átomos que organismos, más insectos que mamíferos y más seres humanos comunes, que grandes maestros. Esas masas de gente, que Kirpal menciona, necesitan ser educadas y las religiones arcaicas, mágicas y míticas son las encargadas de cumplir con la función de educar, consolar, inspirar y guiar a los hombres comunes. Las religiones sociales, como Kirpal las llama, se ocupan de prescribir normas morales a fin de favorecer la cultura y el orden social y político en los que tienen lugar.

Y está muy bien saber que eso es así, es como saber que siempre habrá unos padres que se ocuparan de cuidar y educar a los niños que, lógicamente, siempre necesitarán de palabras simples y conceptos adecuados a su edad mental. Y sólo las religiones mitológicas disponen de los medios hábiles para educar a un niño en la noble aspiración de realizar, algún día, su dios interior. A través de los mitos, los cuentos y las parábolas, los niños aprenden a reconocer y dar nombre y dirección a sus insondables anhelos de infinito. Y las grandes religiones que dominan el mundo, precisamente por haber aparecido en los estadios magenta, rojo y ámbar de la humanidad, saben ocuparse de esos primeros e inevitables niveles del desarrollo de todo ser humano. Si las mitologías del mundo no proporcionaran esas tempranas creencias tendríamos que inventarlas, dice Wilber, y eso, hoy, debido a la tecnología no resultaría posible.
Las mitologías del mundo son las depositarias de un tesoro de valor incalculable ya que sólo ellas pueden alimentar y alentar desde la tierna infancia de la humanidad, la línea de desarrollo propiamente espiritual. Sabemos bien que la ciencia no responde a nuestra preocupación última y, por ejemplo, cuando los niños nos preguntan -o se preguntan- “¿de dónde venimos, qué somos, por qué estamos aquí, adónde vamos o qué es la muerte?” los adultos en el nivel naranja de desarrollo, es decir, la mentalidad científica, no sabe qué contestar.
No se puede hablar a un niño de la naturaleza primordial, el vacío o la no-dualidad. Los niños, los hombres-comunes, siempre necesitarán respuestas adecuadas a sus jóvenes mentes, explicaciones asequibles a sus ojos de infantes, mitos o historias que los eduquen y paulatinamente los conduzcan a la búsqueda de lo esencial.

Una vez está clara la importante función que las religiones míticas tienen y tendrán siempre en nuestro mundo, así como el respeto que merecen quienes se hayan en esas etapas de desarrollo, hemos de considerar las malas noticias que ello implica.

La mentalidad de esas masas de niños u hombres comunes, un 70% de la población mundial, bien podría definirse, dice Wilber, como mentalidad nazi, es decir, su manera de pensar se caracteriza por la convicción absoluta de que solo su dios, raza, grupo, cultura, sexo o clan es bueno; los demás son basura que hay que eliminar. Y no sólo eso, con demasiada frecuencia, ese trabajo de “limpieza”, la eliminación del otro, constituye una parte fundamental de sus creencias en la medida que asegura la vida eterna en el paraíso. Y eso no va a cambiar, a menos -y ésa es la gran aportación de Wilber- que las religiones que dominan ese 70% de la población mundial, en lugar de presentarse como el “único camino,” o la “meta final” se presenten como medios, como el puente o la escalera que nos invita a seguir evolucionando, como la mano que nos guía y nos sostiene todo a lo largo del azaroso proceso de la evolución.

Tengamos en cuenta que el concepto de evolución es un concepto relativamente nuevo que no suele estar del todo integrado en nuestra manera habitual de pensar. Nos resulta difícil a todos, no sólo a los jóvenes, recordar que la evolución y muy especialmente la evolución de la conciencia de la humanidad es un proceso de billones de años y del que no se vislumbra el final.
Y, sin embargo, se trataría de eso, de que todos, pero especialmente los líderes religiosos, tuviéramos más presente el hecho de que la evolución no acaba en nosotros. Tenemos un larguísimo camino por delante antes de desarrollar los ojos de los fundadores de las religiones, como lo dice Kirpal. O, en palabras de Darwin: “Podemos excusar al ser humano por sentir cierto orgullo por haber conseguido ascender, aunque no haya sido por su propio esfuerzo, a la cúspide de la escala orgánica. Pero ese ascenso debe alimentar la esperanza de un destino todvía mas brillante en un futuro distante”.
Si los líderes religiosos tuvieran más presente esa realidad y en lugar de amurallarse en una determinada visión del mundo, cual si fuera la única verdad, abrieran sus mentes a otras posibles comprensiones, a otros aspectos de la verdad, sus seguidores podrían fluir y pasar de una religión a otra sin problemas.
Pasar de una religión a otra, no quiere decir en este caso, ir del cristianismo al budismo, por ejemplo, sino fluir por los distintos estadios de conciencia y transitar el camino que va de una religión mágica, a una religión mítica y de una religión racional, a una pluralista hasta alcanzar una visión integral y abrazar todas las religiones como una, o ninguna, no importa. Recordemos que la ciencia del alma está para conducirnos ahí, al fundamento donde no importa la religión social o iglesia a la que se pertenezca.
Si las religiones se prestaran a esa función se convertirían, como sugiere Wilber, en una cinta transportadora ideal, en el precioso vehículo que nos impulsaría a crecer en conciencia, a trascender el escalón evolutivo en el que nos encontramos para descubrir cada vez una identidad mas amplia, profunda y generosa. A ir del egocentrismo de un niño, el nivel rojo, al etnocentrismo de un adolescente, el nivel ámbar. Y del mundicentrismo de la mentalidad adulta, el nivel verde, al kosmocentrismo del nivel violeta donde, naturalmente, todo tiene lugar.
Pero está claro que eso no ocurrirá a menos de que las autoridades religiosas modifiquen sus consignas habituales y, para que eso ocurra, es necesario que ellos mismos evolucionen y sean capaces renunciar al poder y la violencia que implica la pretensión de detentar la única verdad “Sólo aquéllos que superen esas oscuridades, podrán transparentar la esencia, esto es, la verdadera verdad”, dice el jesuita Javier Melloni, “la Verdad verdadera sólo se ofrece, con la conciencia de no agotarla, sino tan sólo para ser atraído por ella y ser convocado más allá de la propia perspectiva”.

Creo que la propuesta de Wilber se puede entender como un simple recordatorio; nos recuerda que existen niveles de conciencia y que cada nivel es una perspectiva del mundo y, cada perspectiva, una verdad. Pero también nos recuerda que la verdad, cuanto más profunda, amplia y abarcadora, más verdadera. El abrazo que nos religa a dios, abarca, por definición, a todo y a todos y sólo ese abrazo, dice Kirpal, merece el nombre de religión.

La propuesta de Wilber es también una demanda de cordura y humildad; tengamos presente que tenemos muchos estadios por delante antes hasta alcanzar una postura que no defiende nada ni excluye a nadie, una visión integral donde cada manifestación del Ser es merecedora de respeto y veneración. Estamos lejos de incorporar realmente esa identidad abierta, lúcida y compasiva. Las etiquetas nos siguen importando, las diferencias nos siguen separando y las religiones nos siguen enfrentando en nombre de la verdad. Olvidamos que los nombres no importan. Ya sea chispa divina o gran misterio, espíritu santo, impulso creativo, o el nombre de algún hombre-dios, cito, otra vez, a Melloni: “la vocación y razón de ser de las religiones es religar a todos los seres entre si, así como con la Fuente de la que dimanan.” Es evidente la necesidad de que las autoridades religiosas realizaran ese humilde y arduo trabajo.
Por ejemplo, dice Wilber, bastaría con lo que se dijo en el Concilio del Vaticano II: “la salvación no es prerrogativa solo del cristianismo, otras religiones también conducen a ella”. Juan XXIII dio permiso a los católicos para aceptar otras concepciones religiosas. Recordó a la mentalidad cristiana que el espíritu se expresa de muchas maneras, habla diferentes lenguas y adopta diversos nombres; cualquiera que sea la forma en que se manifieste es perfectamente legítima y ha de tener su lugar. Si todos los dirigentes religiosos concedieran a sus fieles un permiso semejante, los fundamentalismos, no encontrarían respaldado a sus posturas dogmáticas y podrían empezar a considerar el hecho de que otras creencias también merecen respeto.

Pero ésa es la mitad del problema. La otra mitad somos nosotros. Por nosotros entiendo al privilegiado primer mundo y muy especialmente a los que formamos parte de la generación de la post-guerra, a los niños mimados que vivimos, y hemos transmitido a hijos y nietos, los grandes beneficios –así como los grandes defectos- de la llamada revolución hippie y que no sólo nos movemos cómodos en el nivel naranja o racional, sino que, aunque minoritariamente, tenemos acceso a niveles superiores. Recordemos que el nivel naranja supone una mente racional incipiente pero el verde, una mente racional madura y pluralista que engloba a todos nosotros sin importar el credo, raza, género o clase.

El llamado primer mundo opera mayoritariamente en esos niveles de conciencia y, precisamente por eso, hemos de aceptar una mayor responsabilidad tanto en las causas como en la posible solución de los conflictos que nos aquejan.

Voy a recurrir a una metáfora muy simple para ejemplificar lo que quiero decir. Imaginemos que la vida es una escuela donde los párvulos son muchos más que los universitarios, los profesionales, los grandes expertos y no se diga ya, que los genios o los maestros iluminados. Cada grado escolar es perfectamente legítimo, es una estación de vida absolutamente necesaria y, de hecho, cuanto más básica, más fundamental.
Sabemos que los pequeños han de crecer no sólo en edad, sino en conciencia, y que hacen falta años, y siglos, desarrollar las capacidades para mirar el mundo desde los ojos de un sabio pero, ¿puede esa falta de edad evolutiva explicar los conflictos que convierten la escuela de la vida en un campo de batalla infernal?
Porque es evidente que la escuela no funciona como sería de esperar.
Los jóvenes no sólo no ven en los mayores un ejemplo a seguir sino que se sienten oprimidos por nuestra visión-lógica del mundo y quieren acabar con ella.
Si seguimos con la metáfora de la escuela, salta a la vista que de los problemas que amenazan con volar la escuela, son los mayores, los padres y maestros los que se han de ocupar. Los párvulos, eso está claro, tienen años, o siglos, por delante antes de llegar a ser adultos. Pero, y los adultos, ¿qué tenemos que hacer?
Olvidemos por un momento la actualidad mundial ya que ahí, en ese caos, poco o nada podemos hacer. Un cúmulo enorme de razones poderosísimas -económicas, políticas, culturales, legales y sociales- explica todos los conflictos y justifican todas las guerras. Consideremos el problema como algo personal porque así podremos aplicar a nuestras vidas, y sacar auténtico provecho de la explicación que Wilber da a esta cuestión.

El conflicto, ya sea en mundo o en la escuela de la vida, tiene dos caras; los líderes míticos no están ayudando al 70% de párvulos-nazis que hay en el mundo a crecer en conciencia ya que ellos mismos están fijados en la pubertad y, por otro lado, nosotros, la sociedad laica, post-moderna y post-convencional también estamos fijados en niveles de conciencia que lejos de ayudar a resolver los problemas, los agravan.
Los niveles naranja y verde funcionan a modo de una tapadera que impide el flujo de una estación de vida a otra y, consecuentemente, acaba generando tal presión, que podría acabar haciendo explotar el mundo lo mismo explota una olla a presión a la que se le impide respirar.

Por un lado, los fanatismos religiosos, en nombre de su dios, quieren acabar con la civilización moderna y, por otro lado, la sociedad moderna y cientificista cree haber encontrado a dios en la física cuántica. El diálogo o la fluidez son a todas luces imposibles y esa total incomunicación es, en opinión de Wilber, el mayor problema.

No voy a intentar resumir aquí los numeroso y complejos argumentos con los que Wilber invita a los niveles naranja y verde a ir mas allá del peculiar fundamentalismo en que el se encuentran. En el capítulo titulado Las dignidades y desastres de la modernidad, hace una breve historia de la falacia nivel/línea que nos permite entender cómo es posible que la ciencia moderna y la religión mítica incurran en el mismo error; ambas confunden un determinado nivel de una línea con toda la línea.
A consecuencia de esa confusión, o bien, la mentalidad racional reprime los niveles más elevados de la inteligencia espiritual y se niega el acceso a ellos, o bien, la mentalidad mítica se fija, se queda estancanda en un determinado nivel que acaba glorificado y defendiendo a muerte.

Los argumentos de Wilber no son sencillos, y no pretendo explicarlos, quiero sólo referirme a ciertos aspectos que nos atañen a nosotros, y, por nosotros, en este caso, me refiero a los “memes verde” -la flor y nata de las sociedades post-modernas, los inteligentes agnósticos y/o entusiastas seguidores de las múltiples religiones de la nueva era, el 20% de la población mundial.
Esa vanguardia verde en el mundo occidental debería de estar guiando a los que no han alcanzado esos niveles de desarrollo y, no sólo no lo está haciendo, señala Wilber, sino que constituye un estorbo enorme en el libre flujo de la conciencia.
Wilber nos obliga a vernos en otro espejo del que estamos acostumbrados. Satisfechos de lo que hemos logrado, fascinados por nuestra sofisticación, inteligencia y exquisita sensibilidad, estamos, como Narciso, ensimismados en nuestra buena imagen, enamorados de nosotros mismos y no se nos ocurre cambiar. Nos hemos olvidamos –igual que los párvulos- que hay muchos escalones por delante y que cada paso, cada estadio evolutivo, supone años, siglos, por andar.
Es fácil ver la paja en el ojo ajeno pero difícil vernos a nosotros mismos. Es fácil criticar en otros los errores que hemos cometido en el pasado, pero no lo es ver dónde erramos hoy. Y no es muy inteligente por nuestra parte esperar que los niños hagan un trabajo que nosotros, los adultos, nos negamos a hacer. Los análisis de Wilber al respecto son exhaustivos y contundentes y tener conocimiento de ellos, ver el lugar que ocupamos en la pirámide evolutiva, nos puede animar a emprender el humilde y arduo trabajo que también nosotros tenemos por hacer.

Dice Andrew Cohen que “a menos de que estemos dispuestos a hacer el esfuerzo heroico de interpretar nuestras experiencias espirituales desde un nivel superior de desarrollo del que constituye nuestro centro de gravedad, nada va a cambiar”. Es un esfuerzo heroico vernos a nosotros mismos desde los ojos de Wilber, es un golpe casi mortal al propio ego ya que lo que caracteriza a los egos-verdes es su desmesurado narcisismo. Y desde ese peculiar fundamentalismo, interpretamos, inevitable y lamentablemente, nuestras experiencias espirituales y nuestra manera habitual de pensar. Nuestras interpretaciones son inteligentes y pluralistas pero carecen de la noción de jerarquía, son incapaces de emitir juicios de valor y se “construyen y deconstruyen” constantemente, en otras palabras, no son de fiar y, desde luego,  no son muy nobles.

Recordemos que el problema no son las experiencias, los estados de conciencia que podamos vislumbrar, el problema es el nivel de conciencia desde el que se van a interpretar. Una misma vivencia se convierte en algo muy distinto para una mente etnocéntrica o una mente impersonal. Y, para verlo, volvamos al ámbito personal, al ejemplo de una escuela o una familia, ya que ahí nos podemos ver a nosotros mismos y los conflictos, en realidad, no son muy distintos.
Padres amorosos e inteligentes, pero carentes de criterios morales y valores trascendentales, no saben qué hacer con sus hijos, hacia donde dirigir su educación. Toda dirección noble ha desaparecido del mapa, el sentido profundo de la vida es un enigma implanteable y toda aspiración heroica está fuera de lugar.
Sin trascendencia, los valores y los principios se van achatando y acaban confundiéndose con el consumismo y la comodidad. Los hijos, sin otra aspiración que el propio bienestar, se instalan en su natural egocentrismo y, claro, con el paso del tiempo, nos crean problemas.
Es evidente, por otro lado, que los “padres-verdes” sólo quieren ser buenos y hacerlo bien. No es su falta de bondad o amor lo que supone un problema, sino su falta de lucidez y conciencia. Están muy seguros de sí mismos y, como Narciso, no ven más allá.
Y los niños, por su parte, hacen lo mismo, desconocen la noción de autoridad y se enfrentan a unos maestros que, al igual que los padres, ante sus insolencias, no tienen poder alguno y no saben qué hacer.

La autoridad, la jerarquía, la disciplina, los valores y el discernimiento no están de moda y no se pueden aplicar. Tenemos miedo de repetir los viejos errores y no vislumbramos otra forma de comportarnos que no eche por tierra nuestra buena imagen. Recordemos las palabras de Cohen, sólo si somos capaces de interpretar desde un nivel de conciencia superior del que nos encontramos nuestras experiencias y hábitos mentales, podremos cambiar y destapar, con suerte, alguna de las muchas ollas a presión que amenazan con estallar. Pero hemos de hacer ese esfuerzo y tener el coraje de entrar en conflicto con nuestra actual sensación de identidad. Y luego, claro, trascenderla.
Sólo entonces podríamos generar formas más honestas y efectivas de comunicarnos y acabar haciendo, nosotros mismos, de cintas transportadoras que posibilitaran un diálogo fluido entre padres e hijos, maestros y alumnos, religiones post-modernas y religiones míticas.

Desearía que los ejemplos simples a los que he recurrido, os animen a implicaros personalmente en el tema a fin de que lectura de Wilber os aporte, además de información, el impulso para seguir creciendo verticalmente. La evolución vertical supone el ejercicio de la línea de desarrollo propiamente cognitiva, es decir, horas de estudio y reflexión. Wilber nos recuerda que sólo el conocimiento abre espacios en la mente, obliga a nuevas perspectivas y hace posible su integración. Y sólo ese conocimiento nos impedirá seguir alimentando, desde la inconciencia, las guerras religiosas y los desastres morales y espirituales que caracterizan estos tiempos post-modernos. Más urgente que los pequeños crezcan, es que nosotros crezcamos.

Wilber nos hace ver que nosotros, los privilegiados del primer mundo, somos hombres comunes lo mismo que nuestros hermanos menores y, aunque más adelantados en la escuela de la vida, no somos un ejemplo a seguir. No sabemos aún cómo educar a nuestros propios hijos y seguramente tenemos años, siglos de evolución por delante antes de llegar a ser realmente buenos padres y buenos maestros.

Para terminar, un buen maestro sería aquel que siempre sabe comunicar con el otro; porque “comunicar”, en palabras de Wilber, “es un milagro. La comunicación ocurre cuando usted y yo nos encontramos y empezamos a resonar y a comprendernos; entonces se crea un nosotros en el que llegamos a sentir al otro como parte real de nuestro propio ser. Si en algún lugar se manifiesta el Espíritu es sin duda en el nexo de ese nosotros.”
Saber comunicar es el arte de los verdaderos maestros y la poética e inspiradora descripción que Javier Melloni hace de ellos, nos puede ayudar a reconocerlos. “Humildad, mansedumbre, ternura, suavidad, lucidez,… son los signos de quienes han estado en las cumbres y descienden para buscar a sus hermanos. Se les reconoce porque tienen la mirada suave y luminosa como la nieve en la que han hundido sus pisadas. No compiten entre sí, discutiendo cuál es el mejor camino, porque conocen la infinita majestad de la Montaña; saben de sus múltiples parajes, de sus abismos y peligros, y que la cumbre tiene muchos accesos. Saben indicar a cada uno el suyo, porque la Montaña está dentro de cada uno.”
Magda Catalá

Barcelona 11 de October del 2008

Referencias bibliográficas:
Ken Wilber: Espiritualidad Integral. (Kairos 2007)
Kirpal Singh: El Misterio de la Muerte (Asociación el bosque de Kirpal- Sant Bani Ashram 1995)
Andrew Cohen: Abrazar cielo y tierra. (Hara Press 2005)
Javier Melloni: El Uno en lo Mùltiple. (Sal Terrae, Santander 2003)

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