El cuerpo encorsetado
El cuerpo escaparate
La primera imagen que damos a los demás, la da nuestra cara, la secunda nuestra figura y tal vez por esa presentabilidad que hace de tarjeta de visita quisiéramos tener una cara bonita y un cuerpo esbelto para agradar a los otros que tienen el poder omnipotente de rechazarnos.
Para quien sabe ver, la presentación del cuerpo dura bien poco hasta que nos adivinan la mirada, hasta que nuestras palabras nos revelan, hasta que nuestra alma se atreve a revolotear por la imaginación. Entonces el cuerpo ya no estorba, queda libre de arrastrar la pesada carga social, libre de ejecutar los cánones de belleza, de sufrir los caprichos de la moda.
Cuando el cuerpo se convierte en un escaparate, los demás nos compran con su aprobación o su indiferencia. Cuando nuestros valores se invierten en un producto perecedero la fecha de caducidad nos delata. Así, como no siempre seremos jóvenes, aparece el postizo y el maquillaje, la cirugía y la pose para caer, tarde o temprano, en algo temido, en una caricatura de nosotros mismos o en una imagen decadente de quien no sabe integrar las arrugas y las enseñanzas que deja el tiempo.
El cuerpo máquina
Tener un cuerpo fuerte es envidiable porque nos facilita los esfuerzos o quizá porque nos defiende del mundo. Puede ser que un cuerpo fuerte sea también bello como pensaban los clásicos. Ahora bien, un cuerpo vitaminado que corre velozmente en los estadios se lesiona fácilmente, tal vez porque nos hemos olvidado que un cuerpo no es un conjunto de piezas intercambiables sino un todo interrelacionado impregnado de sabiduría. Sin embargo, un cuerpo inflado de músculos, agarrotado de sensibilidad, hipertrofiado de narcisismo está midiendo su ser en la balanza de sus abdominales de hierro. La competitividad nos lleva a declarar que el alma en un cuerpo máquina chirría pues lo que importa no es el sentir propio de cada uno a través de su cuerpo sino claramente la meta.
Hay un deporte de elite que es un esbirro de la mentalidad productiva y que todo lo mide en décimas de segundo y milímetros de altura y que piensa que por saltar más se es más.
El cuerpo lujurioso
Tener placer y disfrutar de la vida son objetivos deseables a todas luces. ¡Ay!, por tanto, de quien se niegue el placer que reclama el deseo pues se encontrará con tanta esterilidad que ninguna semilla germinará en su tierra ni caricia sentida dejará una estela de gozosa satisfacción.
Pero, en el otro extremo, nos encontramos con el cuerpo erotizado que esconde precisamente la negación de aquello que abandera. Cuando el artificio para obtener placer es desmedido o perverso nos encontramos debajo no exactamente una piel fina y receptiva sino una piel de elefante, un embotamiento que se fija obsesivamente en un mismo tema o una compensación ante la dificultad de encontrar placer con lo simple, de saber reconocer con gusto el detalle o entretenerse en el ritual minucioso de los encuentros, sin más.
Sea una búsqueda compulsiva por la comida o por el sexo, por la velocidad o por el riesgo, el cuerpo es un víctima de una droga llamada intensidad cuando se ha perdido la fina frescura del alma.
El cuerpo seducción
En un buen sentido, la seducción es un puente que tendemos a lo largo de nuestro deseo para encontrarnos con el otro, un arma que destila el amor para que los azares no alejen a la persona querida.
Pero cuando la seducción es ciega, cuando en el fondo de la seducción no hay verdadero amor y simplemente un deseo desorientado, se seduce a todo y a todos indiscriminadamente.
El gesto estudiado, los labios entreabiertos, la mirada fruncida, el escote visible o el paquete ajustado forman parte de algunas señales que tejen, tantas veces a nuestro pesar, la telaraña de apetitos a nuestro alrededor. Pero la seducción que tantas veces niega al objeto de deseo, le quita encarnación al otro y lo convierte en una proyección, en un espejismo, en un formato edulcorado de sí mismo. Tristemente, la conquista por la conquista maniata al otro para someterlo y para volverlo no peligroso.
El cuerpo tonel
El alma infantil que todos llevamos dentro piensa que no existe lo que uno no ve, y cuando acontece lo desagradable se lo echa a las espaldas o se lo traga. De hecho, muchas veces, uno se lo come todo. Junto al bocadillo o a las habichuelas uno se traga su dolor, untado con una pátina de lástima o imagen desvalorizadora de sí mismo. Se come la mierda del otro, su ira, su crítica, su flagelo creyendo que una vez dentro, en la oscuridad de las entrañas, en la invisibilidad de las interioridades ya no harán efecto, ya no mermarán más con el aguijón de la culpa.
Si algún día la piel fue un lejano paraíso de sensibilidad y curiosidades, se la convierte con el paso de las frustraciones en una muralla infranqueable. La capa de grasa se espesa centímetros o metros hasta que los golpes del mundo se convierten en cosquillas, y los improperios de los demás apenas son murmullos en la nada. Nada llega, el cuerpo está anestesiado, ahíto de detritos que ha ido celosamente guardando para no sentir.
El cuerpo puro
La salud debería ser un bienestar que se refleja en el cuerpo pero que viene de muy adentro. Entendida no como algo fijo sino como un equilibrio dinámico donde se actualizan nuestros recursos de vida para adaptarnos a los cambios, tanto internos como externos.
Y es cierto que hay que alimentarse bien e higienizarse a fondo, pero el cuerpo que se quiere puro porque come lechugas bañadas en luz de luna y que duerme entre espejitos que anatematizan las influencias negativas está perdiendo el norte.
Por supuesto que el cuerpo tiene una dimensión sagrada, pero el purismo puede ser otra pose, ésta espiritual, para negar la misma realidad ontológica del cuerpo. Y es que el cuerpo cambia, se ensucia, come y caga, se enferma y se sana, se deteriora inexorablemente, pero no es nunca algo inmaculado.
El cuerpo es
Pero el cuerpo que se ha sentido tan y tan encorsetado se queja, somatiza y se retuerce. Porque si bien solemos decir que tenemos un cuerpo, también podríamos decir que somos conjuntamente con el cuerpo, pues ¿no será el cuerpo una cristalización del espíritu?.
Mientras, cabe la posibilidad de escuchar más y más profundamente nuestra realidad corporal y ver que el cuerpo tiene sus secretos y sus razones por no decir que la sabiduría de toda la evolución se desgrana en los hábitos involuntarios y en las respuestas fisiológicas que habitan en nosotros.
El cuerpo no necesita un molde, otra imposición más de cómo tiene que caminar, comer, hacer el amor, más bien necesita un cultivo de su propia sensibilidad, una invitación al abandono, una consciencia de su respiración y de sus apoyos. Leer en el cuerpo es descifrar nuestras actitudes vitales, las huellas de la experiencia y, hasta el destino, a veces ,se lee entre sus pliegues.
Julián Peragón