Males del mundo
Cuando el primer hombre holló la superficie de la luna, el filósofo, pacifista y premio Nobel Bertrand Russell dijo al respecto que «se había expandido el ámbito de la estupidez humana». Sin embargo, más allá de toda la parafernalia de cohetes y banderas, el estremecimiento de los tres astronautas ante el espectáculo majestuoso de una tierra cambiante en sol y sombra, sin duda, fue único. También es cierto que desde esas alturas, como desde las alturas filosóficas de conceptos pulidos y compactos, o desde las profundidades espirituales de amores y comprensiones descarnadas, la tierra –y todos los que estamos en ella– aparece sin contornos precisos, sin dimensión real, ni tan dura y ni tan contundente.
Pero basta aterrizar o amerizar en ella para sentir un nuevo, pero diferente, escalofrío. El Gran Azul, extenso y brillante tiene una viruela oculta, un salpullido de vértidos tóxicos incontrolados (Annubon) como si el mar, el mismo que nos dio vida, fuera un ser amordazado que traga y traga sin rechistar. Tiene también un tatuaje negro de alquitrán y petróleo (Alaska, Mar Rojo) y tiene atolones envenenados (Muroroa) que revientan peces. Los pocos que las redes intensivas de pesca dejan asomar la cabeza.
En la superficie, este aire caliente vuelve los icebergs inofensivos y deja un clima incierto de calma chicha donde lo único que pasa (agüjero de ozono) es lo que no debería pasar a decir de nuestra piel y de nuestra retina. La tierra amarillea de sequía mientras los pocos bosques se queman o se secan con la lluvia corrosiva (ácida).
Todo languidece menos el progreso que engorda por inercia devorando todo a su paso sin poder prever los miles de efectos colaterales de semejante indigestión. El progreso es un mito infantil que pretende recursos ilimitados (que no hay) y que muestra una ambición descontrolada. Atajar el futuro con una utopía (tecnológica) estando ciego al presente es un mero suicidio Tener más que ayer pero menos que mañana, y llegar a controlar el comportamiento de los mismos genes.
Cada minuto desaparece una especie vegetal o animal (y con ella una reserva insustituible) que probablemente nunca nos hayan presentado porque las selvas no son para investigar sino para sacarles hasta la última gota de oro, de caucho, de coca. Por la noche, en la estratosfera, se distingue muy bien Amazonia, con centenares de fuegos permanentes y diseminados que dejarán la selva limpia para la recogida de la madera.
También están estremecidos los Yanomamis y muchos otros pueblos indígenas que con la selva deshecha se les va la vida, comprimidos entre los que quieren que permanezcan como un museo viviente y los que quieren aculturizarlos, explotarlos, alcoholizarlos. Pueblos sin voz, sin recursos, pueblos sin salida en un mundo donde la diversidad, la biodiversidad es un cuento ineficaz que no sigue la lógica del mercado, el pensamiento unívoco del sistema. Comer y beber lo mismo, hablar igual, bailar y cantar las mismas canciones, ver los mismos telefilmes repetidos es el sueño de una razón enferma de seguridad. Porque, más tarde, cuando todo haya sido desacralizado, quién cantará a la Pachamama, la Madre Tierra, o a Wakantanka, el espíritu. ¿Quién?.
Y es que, desde el púlpito, el escenario, el trono, la grada, el micrófono se miente. Miente el imponente mapa mundi que ha gravitado sobre nuestras cabezas desde el parvulario hasta la licenciatura. Mapa que ha puesto a Europa en el centro –centro de la cultura ‘válida’– y ha inflado el ego del hemisferio norte –mercado capitalista–. Aunque a decir verdad, el mapa miente en sus dimensiones pero refleja una triste realidad, el sur no existe. América Latina está sola, patio trasero de una superpotencia donde la deuda externa se llama intereses encadenados a la perpétua dependencia económica, militar y tecnológica. Créditos para pagar vencimientos para sufragar rearmes de militares corruptos que dan, una y otra vez, el golpe. Dictaduras manejables desde asépticos despachos en el norte que hacen la vista gorda a las masacres indígenas, torturas de carácter político, explotaciones laborales y violaciones de los más mínimos derechos humanos. Al final son los mismos los que pagan el pato del desaguisado de unos pocos.
Sudamérica está sola pero África hace mucho tiempo que desapareció y nadie se ha dado cuenta. Ha quedado lejos de las vías comerciales y no es válida como mano de obra barata o siquiera esclava para los tiempos en que vivimos. Los precios de las exportaciones de materias primas caen en picado progresivamente gracias a las manipulaciones de un primer mundo, productos que sus amos coloniales tanto se empeñaron en producir aún a costa de los cultivos tradicionales que amortiguaban, al menos, el hambre en épocas de sequía, de escasez. Hambre que se ceba en la mayoría de los 40.000 niños menores de cinco años que mueren en el mundo de hambre. Hambre irracional, hambre sin justificación pues África paga el doble de intereses por la deuda de lo que recibe por ayudas. Hambre político que no quiere ceder ni un mísero 0,7 % de su producto nacional. Por eso, al otro lado de cada hamburguesa y de cada vaca que pastorea en la destrucción de la selva única tropical de Costa Rica o Guatemala, como de tantos otros sitios, hay un espectro de hambre y miseria que aboca al Tercer Mundo a un callejón sin salida.
Nadie consume en África, la progresión de los contaminados por sida es imparable. Un millón de muertos en la guerra de Sudán, genocidio en Ruanda, guerra civíl en Liberia, Suráfrica, Angola, Somalia. África, cuna de la humanidad y de la civilización, ahora es un desierto de hambrunas, masacres y migraciones. A este ritmo pronto desaparecerá del mapa.
India en cambio vive en otro mundo, no es un mundo de aquí ni de allí. Vive en el reflejo mortecino de lo que fue, y se mira en la esperanza ilusoria del Más Allá. Fragmentada en mil étnias, mil culturas, mil idiomas, lleva el peso del hambre, de las castas, de las religiones, de los tabúes ancestrales y de la enorme superpoblación. También hay hambre, y se mata a niñas indeseadas porque no toda familia puede pagar una dote digna para su casamiento.
Es por todo esto que el sur no existe porque después de la vergonzosa colonización que arrasó con todo, que trastocó todo, que puso leyes de otro mundo y trazó fronteras inexistentes existe demasiada culpa y es preferible el olvido ruin de las consecuencias dramáticas que todos estamos viendo. Pero es que,además, económicamente no interesa.
Por otro lado, la paz es una ficción, entre guerras civiles, movimientos independentistas, desacuerdos de fronteras, el mundo se desangra en 35 enfrentamientos armados y millones de muertos, desaparecidos, violados y huérfanos. Unos siembran arroz y trigo mientras otros siembran minas traicioneras (110 millones) que seguirán matando gente y arrancando piernas más allá del 2000.
Pero hay una bomba silenciosa e ilógica que mantiene en el mundo 5.500 millones de seres para enseguida matarlos de nuevo. Esta bomba demográfica que no se ajusta a los recursos necesarios, a las condiciones de crianza, cariño, educación e higiene es una bomba que estalla en el vientre de los niños y en los pulmones de los mineros, en el fanatismo de las ideologías y en las botas de los ejércitos. Sin embargo todavía hay sectores (iglesia católica) que cuestionan el aborto o los más sencillos y eficaces métodos anticonceptivos.
Ahora bien, los males no están fuera, ni los demonios son sólo sombras que recorren el jardín de fuera. Están dentro también. Y Europa (cuando ha emigrado –y conquistado– a todo el mundo sin ningún miramiento, sin pedir permiso), aunque cierre puertas, insolidaria e indiferente, a un mundo sin cuartel que se lanza en balsas a la deriva por un trozo de paraíso, por un trozo de pan, se encontrará con los mismos espectros que ha causado. El racismo, el sexismo, la intolerancia está en su misma sabia. El fracaso de la pacificación en Bosnia es el fracaso del proyecto federativo europeo, además de un fracaso en lo político y un gran cinismo en la no intervención ni en la búsqueda de soluciones rápidas y eficaces. Europa está perdiendo protagonismo y lo sabe, desorientada, lo sabe. Celebra con champán francés los 50 años del holocaustro de Hiroshima y Nagasaki con nuevas pruebas nucleares en el Pacífico –océano que tal vez tendría que cambiar de nombre.
El racismo es la negación de los mismos valores que defiende la cultura occidental democrática, pero ésta lleva su mano derecha manchada de sangre. No hubo democracia griega sin excluidos, ni Revolución Francesa que no dejara a las colonias en el olvido, como no hay bienestar, paz y riqueza en este mundo desarrollado sin un mundo exterior explotado mediante unas reglas injustas e insolidarias. El racismo, no el brutal de los skin heads, sino el que niega las mismas posibilidades al otro, es una descarada y sutil estrategia de dominación del otro, de los otros, estigmatizados como inferiores. Por eso el sexismo tiende la mano al racismo y la xenofobia porque pretende mantener una jerarquía de poderes irreal e ideológica por muy tradicional que sea. La declaración en la conferencia mundial de la mujer en Pekín ha sido muy pobre. Y es que todavía hay grandes fuerzas, como en antiguas épocas de moros y cristianos que les interesa que la mujer sea igual a procreación en manos de las necesidades del poder, así como mano de obra de reserva para las empresas y, como siempre, reposo dulce y compresivo del ‘guerrero’ que lleva en las venas el virus del éxito.
Las instituciones políticas internacionales juegan bien la diplomacia, el lenguaje de medias verdades, de la ambigüedad. La política internacional ha sabido jugar la táctica del doble rasero. La enorme China con su mercado de más de 1.200 millones de habitantes y su crecimiento económico sin parangón, a pesar de su sistema monolítico, de su ‘revolución cultural’, de su invasión del Tibet, de su hostigamiento a Taiwan, de sus presos políticos en la revolución estudiantil del 89 ha hecho que EEUU, salvo protestas, la considerara como nación más favorecida en el intercambio comercial. Por el contrario, Cuba, país caribeño chiquitito y salsero, es mantenida durante 30 años en un bloqueo numantino que a todos –a casi todos– da verdadera vergüenza.
Por momentos el mundo se vuelve paranoico. Es hábil crear enemigos en el exterior de fantásticos imperios en el frío, al otro lado del muro para rearmarse atómicamente hasta los dientes y justificar un mundo policial. Descargar helicópteros en la selva colombiana para cortar los cultivos de la coca, prohibirla, perseguirla cuando son los habitantes del propio país los mayores consumidores del globo y cuando sus mismos bancos blanquean el dinero sucio de la droga.
El largo etcétera del mundo es inacabable e innecesario describirlo. Los males del mundo son carencias del corazón, imposibilidades del alma. La espiral ciega del miedo y del deseo que todos tenemos es la mejor estrategia del poderoso que ve en el enfrentamiento permanente con todo su propia razón de ser. Si somos todos amigos qué carajo pintan los militares.
También es cierto, como decía Tagore que, leemos mal el mundo y luego nos sentimos engañados. Hay que leerlo bien, despacito, entre lineas, y no como nos lo presentan los poderosos. Aún así, Russell, con la experiencia de sus 97 años quizás acertaba en cuanto a la estupidez que manifestamos como seres humanos. Aún así, somos millones y millones los que estamos intentando despertar de este mal sueño.
Julián Peragón